martes, 9 de junio de 2009

Me iba a la plaza que hay más allá de la Catedral, llena de pájaros y árboles, grandes árboles verdes que llenaban el sitio de amarillo agitado por el viento que azota las ramas en primavera. Un kiosco donde vendían prensa y tabaco, y puestos de flores llenos de claveles rojos, blancos y amarillos, y llenos de rosas rojas demasiado perfumadas, a la venta como remedio de parafarmacia, antídoto contra eso que llaman desamor o contra el amor en tiempos difíciles. Yo me sentaba en una de las mesas, en una terraza llena de gente, y a veces había un guitarrista y tocaba canciones de Paco de Lucía. Entonces me echaba a temblar, se me agolpaba una humedad incontenible en las pupilas, acaso unas lágrimas que nunca se atrevían a salir del todo. Esperaba, porque siempre había una espera, un inquietante anhelo o deseo, la vaga certeza de que ocurriese algo que no pasaría jamás, encontrarte en la silla de al lado, ojeando el periódico y fumando un cigarrillo mientras yo sorbía el café tibio de una taza blanca, tan condenados siempre tú y yo al café y al tabaco, y sin rastro de humo sobre la mesa en la que yo estaba sentada me daba cuenta de que no estabas, de que nunca estarías. Y la verdad de la vigilia me golpeaba el sueño, y con tremendo miedo me preguntaba si habrías estado alguna vez, si no habías sido el resultado de expectativas e ilusiones promocionadas por Hollywood. Y la tarde se ensangrentaba poco a poco, Granada como una fruta que madura, el ir y venir de los estudiantes y pájaros, y el viento azotando las ramas. Y luego vendría el último sorbo del café tibio o frío, la última mirada a otros días del pasado o a la silla de enfrente tan vacía, la indiscutible vigilia de que tú no estás, ni volverás a estar, y la pesada probabilidad de que nunca estuviste. Y un velo negro de otro color que el de tus ojos cubre el cielo de Granada, no hay comisura de tu boca esbozando un vámonos a casa, ya apenas hay comisura de nada, ni atisbo de esa otra vida que era resultado del cine norteamericano.
Y la noche iba refrescando y yo sentía frío, pero no estaba tu chaqueta, tu chaqueta ahora sobre los hombros de otra, hombros caídos e insolentes que la sostenían sin valorar el calor que implicaba aquel gesto. Y con piel fría y oscura, de otros ojos que no eran los tuyos, volvía a casa, buscando entre las losetas de las aceras un vaso de whisky donde ahogarme, donde asfixiarme dentro de un poema o de un solo de guitarra. Tan condenados siempre tú y yo a los poemas y a las guitarras, al café y al tabaco. Y el cielo se contagiaba de estrellas, que no se reflejaban ni en ti ni en mí ni en nosotros, acaso en ese otro cielo que franqueaba ese otro mundo que escondían las sábanas limpias, casi desinfectadas del todo para no guardar nada de tu olor o tu sudor, para borrar los desperdicios que quedaban tras un ritual tan pagano y tan incierto.
Y caía en dialécticas extranjeras intentando encontrar nuevos universos, y aprendía palabras nuevas, palabras nuevas que ya existen pero nadie usa, como “apreciativos”, y me mordía las ganas de gritarte eso, de echarte en cara que no éramos apreciativos y de que estoy segura de que nunca lo fuimos del todo. Y guardo las palabras nuevas al lado de las viejas, y desempolvo ideales revolucionarios que había entre pelusas debajo de mi cama. Y las golondrinas y toda esa cursilería barata o cara me la ahorro, y acabaré volviendo a la plaza del bar a por un café con hielo cuando sea verano, repitiéndose todo como se repiten los ciclos estúpidos del capitalismo moderno, sin que nadie haga nada, sin que nadie se cuestione nada, aceptando simplemente la fatalidad de los días y las noches.

1 comentario:

María Banqueri dijo...

Increible, simplemente increible.Nopuedes dejar de leer.Bien hilado.Perfectamente explplicado sensible q no sentimenttaloide.Genial.