viernes, 25 de enero de 2008

Jugándome me invitas a otra copa, y dejándome jugar pido un cubata de ron, mientras sonreímos con esa sonrisa embriagada de los sábados por la noche. No hablamos mucho, y apenas nos miramos, tus ojos van de la mesa de billar a la diana, y los mios se pierden en la cara de la gente que baila por el pub.


Tu colonia se ha mezclado con la atmósfera cargada de humo y de alcohol, y no sé si es en ese olor o en esa copa, que empiezo a balancearme. Entonces empezamos a jugar, como si fuésemos cubitos de hielo agitados en un vaso de tubo, golpeándonos contra el cristal.


Al lado de nuestros vasos, el cecinero, para tirar ahí los restos de esa noche, llena de caladas baratas, y de un insulso (insípido, insípido, insípido) sabor de bocas.

























martes, 22 de enero de 2008

Desgranando Granada



La primera vez que llegué a Granada fue en mi primer año de facultad. Me encontré con una ciudad increíble, un piso de estudiantes sin ninguna norma y un mundo de sensaciones que empezaba a abrírseme.
Ahora que han pasado tantos años me gusta volver a pasear por esas calles estrechas llenas de tiendas que huelen a incienso, y sentarme en un banco del mirador de San Nicolás para ver a la Alhambra desangrándose al atardecer. En cierto modo me veo reflejada en el grupo de muchachas que van cargadas de bolsas por la calle Recogidas, o en las mesas llenas de estudiantes de las teterías o cafés.
Granada ha sido una de las etapas más importantes de mi vida. Me horroriza pensar que ya hablo como si fuese una vieja con treinta y siete años, pero en verdad han cambiado tanto las cosas que me lo parece. La mitad de mis amigos casados y con hijos, colocados en sus puestos de trabajo, y la otra mitad sigue encadenada a sus veinte, enganchados a las mismas cosas que cuando estudiábamos. Algunos han cambiado mucho, y otros siguen igual. Pero Granada no cambia.
Durante los seis años que estuve estudiando en Granada trabajé de camarera en varios sitios. Lo que echo de menos en otras ciudades es el ambiente joven que hay aquí. Gente muy diferente, con gustos y proyectos, preocupaciones… hay en todos sitios, pero en Granada parece que se reconcentra todo. Los personajes que aparecían en los cafés y en las teterías eran tan especiales que servirles las bebidas era una especie de búsqueda de su historia. Y qué historias.
Me gustaba observar a las parejas que en sus primeras citas se rondaban de cerca sin atreverse a darse un beso. Escuchaba de refilón los repasos que hacían los chicos sobre las borracheras que se pillaban cada jueves, y miraba la boca de las personas mientras me pedían la consumición. Cada detalle era perfecto para encajar las piezas de un puzzle que casi nunca quedaba completo.
Por ejemplo, me acuerdo mucho de la expresión de un hombre mayor que estaba sentado sólo en una mesa. Había poca gente en la cafetería, no me acuerdo del nombre, pero sé que estaba cerca de la plaza de toros. Algún día volveré a pasear por allí, para encontrármela de nuevo. No acabo de entender por qué buscamos siempre los guantazos que nos da la nostalgia cuando regresamos al pasado por reflejos, como si nos gustase pasarlo mal. El hombre tenía el pelo blanco y estaba muy bien afeitado, y sus manos se movían con pequeños espasmos, supongo que tendría parkinson o alguna enfermedad que le afectase al pulso. Pidió un café irlandés, “bien cargado”, me parece tenerlo delante ahora mismo. Se lo acerqué a la mesa y me preguntó si era de la ciudad. Yo le contesté que no, que estaba estudiando magisterio. Entonces él me habló de la importancia de la educación en la sociedad, de lo mal que estaba el mundo, de que nadie hacía nada, de que sentía vergüenza por ver cómo andaban los jóvenes haciendo el burro… yo sonreía nerviosa, sin saber muy bien qué decirle. Supongo que el hombre sólo necesitaba hablar con alguien, quejarse en voz alta sobre lo que a él le parecía inaceptable. Volví a la barra rápido y él se fue poco antes de que cerrásemos. Apareció un par de veces más, y siempre que le servía el café irlandés me preguntaba si era de Granada, y yo siempre le contestaba que no, que estaba de paso, y entonces él me hablaba de cualquier cosa, de su pensión, de sus hijos, de la guerra civil, de los malos tiempos… y yo siempre callaba y le sonreía, y en cuanto podía regresaba detrás de la barra. Y un día, el anciano dejó de venir.
Historias como esa, muchísimas. En todos sitios hay alguien que necesita hablar, aunque la persona que le escuche sólo sonría y se retire rápido detrás de la barra.
También hay algunos que no necesitan ser escuchados, y hablan para ellos mismos, o se recrean en el arte. Eso lo vi mucho en las teterías del Paseo de los Tristes, que está a los pies de la Alhambra. En los polletes del paseo hay siempre algún pintor dibujando en lienzos sostenidos a caballetes cojos, o conjuntos de dos o tres músicos que tocan esperando el aplauso de la gente sentada en los cojines tomando té y fumando cachimbas. Y poetas ocasionales que recitan versos por las esquinas, personas disfrazadas, con sombreros de copa y chaqueta, con aire vampiresco, y cafés-teatro dónde por la noche se reúnen. Miscelánea.
Uno de esos cafés, el 27, donde más tiempo estuve trabajando, se convirtió en uno de los sitios más especiales que he pisado en mi vida. Era como una concentración muy fuerte de todo lo que había sido Granada hasta entonces. Un sitio pequeño y gris, lleno de humo, con poemas y trozos de canciones, y fotografías en blanco y negro decorando las paredes, un escenario con un piano que apenas cabía en él, mesas y sillas de estilo antiguo, un aroma romántico embriagado en alcohol y tabaco y alguna otra esencia… y un espectáculo diferente cada noche.
El 27 sí que era un sitio increíble donde trabajar. Mal pagado, estresante y sacrificado, pero qué noches. Y qué historias.
Cantautores desconocidos se abrían al público, desangrándose por las cuerdas de su guitarra o por la boca de su saxofón, manchando el escenario de música viva, que te envolvía mientras escuchabas y se expandía por cada nervio de tu piel. Cuentacuentos que improvisaban en cada actuación una historia, cogiendo a alguien afortunado del público como protagonista, abriendo su mente. Cócteles imposibles de colores extravagantes, vodka-melón rojo, ron y hierbabuena morado, sexo en la playa que se llamaba manos entregadas de naranja, Alexaindre de chocolate y ginebra que dejaba un gusto a se querían, antítesis de whisky, zumos de todos los sabores… El 27 era un sitio sinestésico. Había noches en las que se hacían pequeños concursos de música o de canto, o de improvisación, o espectáculos de malabares de fuego, que eran una locura en un sitio tan pequeño y tan mal ventilado.
Claro que lugares como el 27 hay en todas las ciudades, sólo hay que saber buscarlos. Y gente como la que iba al 27 también, sólo que es difícil de encontrar. Lo bueno de este café teatro era que al ser tan pequeño concentraba a gente muy extravagante. Y despistada. A la hora de cerrar y limpiar las mesas me encontré muchas cosas, y las guardaba esperando a reconocer a sus dueños a la noche siguiente, o a que viniesen a reclamarlas. Un chico se dejó una vez un sombrero de copa negro, fantástico, y algunas noches servía con él puesto, hasta que un día regresó y lo reclamó. Me dio pena desprenderme del sombrero, pero me gustó la cara de aquel chico. Vino un poco cortado, de mi edad, más o menos, y con poco tacto me dijo que el sombrero era suyo, que se lo había olvidado y que lo quería. Yo sonreí y se lo di en la mano. Mi técnica de camarera era sonreír siempre, porque es fácil malentender a las personas cuando no se sabe qué es lo que hay exactamente detrás de una mala petición o una mala contestación.
Me gustaban mucho las pestañas azules de algunas de las chicas preciosas que miraban con tristeza el piano, y los besos que se daban las parejas de enamorados, como si estuviesen fuera del 27, como si la atmósfera de humo los tapase, como si nadie los viese.
Solía dejar antes de cada actuación un bolígrafo al lado del servilletero, y casi todas las noches encontraba mensajes en las servilletas. Me encantaba leerlos. De hecho, todo este recuerdo me ha venido de golpe porque la semana pasada, buscando un abrigo en el fondo del armario, encontré la caja de los botines rojos que solía llevar los últimos años que pasé en Granada como estudiante. Son unos botines preciosos, de charol, tobilleros, con un lazo de raso rojo en el tacón.
Me ilusionó mucho encontrarlos, y abrí la caja con una manada de mariposas borrachas sacudiéndome el estómago. Y entonces encontré en el fondo de la caja, debajo de los botines, las servilletas que más me habían gustado de todas las que encontré. Las más largas están escritas en varios trozos, y me costó bastante encontrar el orden exacto. Y me parecen tan misteriosas, porque ya no tienen cara, porque no sé quién las escribió ni por qué, que las mariposas empiezan a arañarme. Sólo hay dos firmadas. Una que supongo que no llegó a leer el destinatario, y otro que creía que había olvidado, pero que ahora me viene a la cabeza muchas veces, y me quema la mejilla.

Jueves 13, 1993.
Estoy sentada en el filo de una taza de café. Es una taza de porcelana blanca, que está encima de un plato a juego. La taza es pequeña, y mis pies cuelgan encima del café. El café está caliente y mis piernas le dan patadas al humo que sube hacia arriba. Empiezo a marearme, así que me tiro dentro de la taza de café. Me empapo la ropa o me empapo entera. Se cuela un poco de café en mis labios y me acurruco en una de las esquinas de la taza (es una taza de porcelana blanca, redonda). Te miro.
Tú casi nunca bebes café. No te gusta el sabor amargo que se queda en la boca, ni que te espabile de pronto. A ti te gusta disfrutar del sueño apastelado que te ralentiza por las mañanas. Pero a veces, cuando tienes mucha prisa, tienes que beber café para despertarte, y te pones hasta de mal humor cuando te acercas la taza a la nariz, y se te empieza a llenar de ese aroma.
Ahora yo te observo en silencio. Te observo escondida, desde una de las esquinas de la taza de porcelana blanca. Te observo porque me parece que últimamente te has acostumbrado al sabor del café, y a que te queme la garganta. Intento encontrar media sonrisa o un suspiro, o un olfateo más acentuado que demuestre que ahora saboreas con agrado el líquido caliente en tu boca.
Esta mañana me ha parecido ver media sonrisa, una de esas sonrisas de artista, cuando te acercabas la taza a tus labios. Cuando le has dado el primer trago me he dado cuenta de que has paladeado de un modo algo exagerado para ser tú. En el siguiente trago me he dejado arrastrar por el café y me he metido en tu boca. No sé si me he ahogado en tu saliva o en el café, pero cuando hemos separado nuestros labios he sentido un cosquilleo por el cuerpo. Me he acordado de cuando nos conocimos, desayunando en la cafetería de la facultad. Las clases empezaban temprano y tú estabas de mal humor. No hablamos mucho, parecías enfadado con la taza de café, con el camarero y conmigo. Yo observaba en silencio cómo te acercabas la taza a la boca y bebías con aire de disgusto. Aquella mañana me ahogué en tu boca desde lejos, y me pregunté cómo sabrías a café. Y ahora que te tengo a ti y al café en mi boca me pregunto cuántos cafés caben en cada día, y cuántos días en este paquete de café. Y busco otra excusa para mirarte, por ejemplo los cigarrillos que fumas a veces porque sí, y me vuelvo paquete de tabaco y vas sacando cada vez un cigarro y lo fumas, y me quemas y me aspiras, y después busco cualquier otra cosa que vaya a tu boca, el bolígrafo que mordisqueas cuando no sabes qué escribir en los exámenes, y cualquier excusa me parece buena para ahogarme en el tabaco y en tu saliva, en el bolígrafo y en tu saliva, en cualquier cosa y en tu saliva. Y excusa a excusa nos comemos a besos, sin atrevernos a comernos sin excusas, y las risas se superponen a las palabras y te vuelvo a mirar, y a veces me quedo callada, y me pregunto qué pasará el día en el que no haya saliva y otra cosa, que sólo estén nuestras bocas, y me acuerdo de tu boca de lejos para llegar a nuestras bocas de cerca, y no me parece del todo una mala excusa, y me tranquilizo y agarro también una taza de café y desayuno a tu lado, y saco de mi cabeza todas las excusas y empiezo a planear el día, los trabajos y los proyectos, y aparto todas las excusas y me olvido por un momento del café y de tu boca, y del bolígrafo y de tu boca, y del tabaco y de tu boca, y de nuevo cualquier cosa me parece buena para darte un beso, para beberte un poco o para contar algo de eso que dicen que es amor, o café, o tinta o humo, o sombras que juegan bajo más sombras besándose entre excusa y excusa.
Lucía




Noviembre 1993
Espero que recojas tú esta mesa, porque si no esto va a ser una auténtica tontería. Estás preciosa esta noche. Mis ojos te buscan de mesa en mesa, envidian la bandeja que sujetas y el sombrero de copa que llevas esta noche. Sólo a ti se te ocurriría llevar un sombrero de copa en una noche como esta, ¿te das cuenta? Eres la princesa de lo absurdo. Una antítesis con patas. Esta noche sabes a jazz y a mango. Estoy deseando que se le acabe el aire ya al saxofonista y que nos vayamos tú y yo a bebernos Granada. Esto me sigue pareciendo una historia de las que cuentan a veces aquí, en este escenario. ¿Te das cuenta? Pero es de verdad. Somos de verdad. No sé si somos pasión o amor, o gerundio de amar apasionado, pero me encanta. Me encantas, me encantas… y tus sonrisas. Me gusta cuando sonríes a los impertinentes de las mesas. Dice tanto de ti sin palabras… ¿Sabes? Seguro que dentro de diez años o así, cuando ya seamos viejos y estemos casados y hayamos echo una vida excluyéndonos, volveremos a encontrarnos, y entonces será inevitable que recaigamos en esto. Engañaremos a nuestras parejas y a nuestros hijos por estar juntos, ¿no te parece horrible? No podemos ser más egoístas. Y además lo reconocemos. Qué brutos nos volvemos cuando estamos juntos. La chica de la mesa de al lado está cotilleando esto. Nos vemos en un rato.
Cómo te quiero…

Víctor

viernes, 18 de enero de 2008

Haremos de cada atardecer un colchón naranja donde amarnos...




domingo, 13 de enero de 2008

Shh...




Lo supo mucho después de dibujarlo en la arena, y cuando se enteró, ya no tenía remedio...

martes, 8 de enero de 2008

domingo, 6 de enero de 2008

Scrabble


Ya ves que al final no me sirvieron todas las letras, y tuve que quedarme con estas cuatro, las cuatro que salieron al azar de la bolsa verde, que cogiste tú casualmente porque sí, y que encajé yo casualemente porque sí, y que no suman más de 7 puntos esparcidos por un tablero de casillas blancas y púrpuras...

Besos a dentelladas...


Me acuerdo de que quería sentir el agua temblando en la palma de mi mano, como sentía tu boca temblando en mis labios. La fuente casi desbordada era tu pecho latente, y nos mirábamos de cerca, amándonos a susurros, como si fuese el agua gorgojeando a borbotones...