jueves, 1 de mayo de 2008

Los días que no vienes a clase es un alivio, porque dejo de preocuparme por deslizar mi libreta y mi brazo hasta la frontera de tu mesa, de pegarme más al papel para escribir, de inclinar mi hombro e ir acercándome lentamente hasta tu mano. .. Sin embargo, cuando apareces por la puerta, y me envuelve tu olor a hierba, y me despierto, me doy cuenta de que me encanta que vengas a clase, y que acabes siempre sentado a mi lado.

Empezamos a jugarnos, ¿no te parece? Yo me voy acercando y tú te dejas acercar. Mi mano acaricia al papel, aproximándose a la tuya, y cuando llegamos al margen de la libreta nos quedamos quietos, nuestras manos rozándose sin moverse, nuestra respiración ligeramente, sólo ligeramente, más agitada.

Me gusta cuando muevo la cabeza y agito mi pelo, y sé que te envuelve mi olor, y te quedas quieto contra la silla, oliéndome, apretando el bolígrafo entre tus dedos. Entonces provocamos una orgía de sentidos en la clase de arte, ante la mirada complaciente del profesor, que nos cree concentrados contemplando a la Venus del espejo, y la tensión aumenta mientras imaginamos que yo soy la Venus tumbada ante ti y que tú eres el que se refleja difuminado en el cristal. Y cuando suena el timbre nos vamos. Nos olvidamos de esos instantes en las clases de arte, y nos vamos.

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